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Tristeza - alegría



Iban nueve días descendiendo por el río Bermejo en piraguas. Todo nos llamaba la atención y nos sorprendía constantemente, pues la naturaleza está como estaba hace mil años. El hombre introdujo muy poco su mano. En lo que sí se evidenciaba su presencia, era en el miedo de los animales, que huían despavoridos a nuestro paso.

En la parte salteña no avistamos mamíferos, sí gran cantidad y variedad de aves. Ahora reflexiono que debió ser porque el río transcurre por terrenos aledaños anegadizos, que para esta época (mayo) todavía están húmedos, conformando un piso muy blando para animales pesados.

De vez en cuando, cruzamos zonas con barrancas francas muy empinadas coronadas por frondosa vegetación y pobladas por una fauna en concierto con ella.

Navegábamos juntos Diego y yo, en la otra piragua lo hacía Osvaldo, (nos turnábamos para pilotearla cada dos horas. Oteábamos constantemente la costa en busca del deleite mayor que es el avistamiento de los tímidos animales silvestres. 

Luego de una pronunciada curva, del lado formoseño, y en una abrupta, quebrada y roja barranca, divisamos algo... un conejo. Seguramente, perseguido por alguno de sus ocasionales enemigos naturales la noche anterior, se habría desbarrancado sin caer al agua. Como era tan empinada quedó aprisionado en esa trampa natural.

Verlo y querer ayudarlo fue todo uno. No contamos con el acerval miedo de los animales al hombre. Al acercarnos, empezó a correr desesperadamente de un lado al otro, sin comprender ni aceptar nuestra ayuda. Al fin, se escondió entre unos matorrales que habían logrado sobrevivir a la pasada inundación. Lo íbamos a dejar librado a su suerte y a lo que él quería, pues así lo dejaba entrever con su demostración corporal. Pero, Osvaldo, que venía retrasado, quiso verlo y ayudarlo; todos intentamos hacerlo por última vez. 

El conejo salió de su escondrijo, nos vio muy cerca, se asustó y al correr cayó al agua. Nadando logró subir a la barranca. Corrió de nuevo, se resbaló y cayó otra vez al agua, a unos ocho metros de nosotros. Intentó nadar desesperado, pero tragó agua. Al darnos cuenta de su penosa situación remamos hacia él. Se hundía cada vez más, tragó más agua y...no llegamos. Las paladas impulsadas por la desesperación no fueron muchas ni fuertes ni tan rápidas como la corriente y el destino que hizo desaparecer su cuerpo bajo la superficie. Mi última palada no coincidió con la última bocanada de aire del conejo.

Un halo de tristeza dominó unos instantes a los tres mudos testigos de la implacabilidad de la naturaleza. No obstante, Diego tuvo tiempo y entereza para filmarlo todo.

Teníamos que seguir. Nuestro destino final era Corrientes y todavía estábamos muy lejos. Así lo hicimos.

Horas más tarde, la dupla Diego y yo avistamos también en la costa formoseña, otra víctima de la barranca... un chivito triste, casi rendido hasta ese momento a su mala suerte. Se notaba en el agotamiento físico y en su falta de lucha, que habían pasado varias horas desde su caída. Al vernos, su mirada indicaba que no nos relacionaba con su salvación. Al tratar de asirlo huyó; pero esta vez fui más rápido y lo tomé de las patas traseras. Un poco bruscamente, pero era necesario.

Aterido de frío y de miedo, se acurrucó entre mis piernas. Le brindé calor y seguridad, y en el breve lapso que tardamos en encontrar un lugar propicio con acceso al terreno alto, se encariñó conmigo. Al subir la barranca y dejarlo a salvo se puso a ramonear unas hojas moviendo alegremente la cola. 

Cuando intenté retirarme, me siguió. Tuve que asustarlo para que pudiera volver con su majada y alejarse del peligro que la barranca significaba.
Mientras tanto Diego filmaba.

La alegría de haber salvado un ser nos alcanzó para todo el resto del día.

Colaboración: Carlos Arnedo (del libro Al Sur del Pilcomayo-Setiembre. 1991)


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