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Sábado 20 de Abril de 2024

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¡Vida - muerte!

Carlos F. Arnedo - Relato del libro "Al Sur del Pilcomayo. Setiembre"



Navegábamos por el río Bermejo hacía ya varios días. Partimos desde Embarcación, provincia de Salta, y nuestro punto final era la ciudad de Corrientes.

En el tramo limitado por las provincias de Formosa y de Chaco, el río presentaba todavía bruscos cambios de velocidad y escarceos, pero la práctica obtenida a lo largo del tiempo transcurrido, nos permitía deleitarnos con el paisaje y con los animales silvestres, por supuesto, sin descuidarnos de la impetuosidad del río que siempre deparaba sorpresas.

Al mediodía, atracamos del lado chaqueño para almorzar. Lo hicimos frugalmente y al continuar, intercambiamos el lugar en las piraguas.

Los integrantes de la travesía éramos tres y las canoas, dos. Cada dos horas uno viajaba solo. Esa tarde me tocaba a mí. Pronto, mis dos compañeros se alejaron; dos remeros avanzan más rápido.

El navegar solo tiene cosas agradables y feas. Como todo. Lo agradable es que al estar solo, se logra el silencio, se oyen solamente rumores de la naturaleza, el río, el monte, sus animales. Lo feo: uno no tiene con quién compartir y comentar en el momento, en especial cuando hay avistamiento de animales.

Avanzaba la tarde; había saludado a dos tandas de pescadores que me gritaron y levantaron sus manos calurosamente. Para ellos es una novedad ver pasar navegantes. El río no es navegable, son pocos los que realizan esta travesía.

Cerca de las 17, escuché gritos, muchos gritos. Se notaba que eran varios. Parecía una celebración pero lo raro era que no se hacían ver. Duró algunos minutos. Estábamos en una recta, al final de ella y pasada una curva, mis compañeros atracaron del lado formoseño. Me uní a ellos y entre todos armamos la carpa en lo alto de la barranca, bajo grandes árboles.

No estábamos solos. Enseguida se nos acercó un hombre con una niña en brazos y otra caminando junto a él. Su rancho se ubicaba 50 metros monte adentro. Nos contó que la noche anterior, su mujer, todavía acostada, había tenido familia, otra niña, ayudada solamente por una comadrona (de sanidad no hay nada en muchas leguas a la redonda) y que sus suegros y cuñados vivían cerca, a menos de un kilómetro y señaló en la dirección donde se habían escuchado tantos gritos sin ver a nadie. "Ellos son muchos", dijo; eso me causó mala espina, tanta que se lo comenté a uno de mis compañeros. Todavía no sé por qué.

A la noche, el hombre nos trajo de regalo un zapallo y un pedazo de queso, una manera de festejar el nacimiento de su hija y de que todo había salido bien. Correspondiendo a esto, le entregamos un frasco de mermelada, bien inapreciable en la zona.

Aun así, nos acostamos intranquilos. El cansancio nos venció hasta que un tropel de animales vacunos o cabríos nos despertó. Comprobado qué era volvimos a dormir.

A eso de las dos de la madrugada, una serie de chistidos seguidos por gritos me despertaron nuevamente. Estuve como media hora tratando de descifrar de qué se trataba. Ora sonaban cerca, ora lejos. Luego, cansado, volví a quedarme dormido.

Al amanecer nos despertó un golpeteo de manos. El criollo, con voz llorosa, se disculpaba por despertarnos, pero necesitaba que lo pasáramos a la otra banda para buscar a su familia. Durante la noche o la tardecita anterior, habían encontrado a su suegro acuchillado y escopeteado.

Ante tamaña noticia, movimos las manos y lo ayudamos en todo lo que pudimos. Rato después, pese a lo aislado de la zona, aparecieron lugareños. Al verlo acompañado, decidimos continuar viaje.

Antes de hacerlo, nos trajo de regalo un costillar de oveja. ¿Una forma de despedir al muerto?

Sin quererlo y en forma trágica, habíamos sido observadores directos de un ciclo vital completo. Vida y muerte.









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