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Buenos Aires vestida de jacarandá

La mejor época para visitar Buenos Aires es noviembre y diciembre, es donde aparece mucho más florida y está llena de jacarandás en las avenidas, que dan un poco de vida a tanto cemento. La leyenda del jacarandá se hace eco de una hermosa aunque trágica historia.



vino a habitar este suelo un caballero con su hija. Una bella jovencita de dieciséis años, tez blanca, ojos azul oscuro y negra cabellera. Se instalaron en una zona no muy retirada de la ciudad de las Siete Corrientes, en una reducción donde los jesuitas cumplían su misión evangelizadora, enseñando no sólo el amor a Cristo sino también a cultivar la tierra a los guaraníes. 

Entre los jóvenes de esa reducción se distinguía Mbareté, un veinteañero alto y fornido, que trabajaba la tierra con tesón, como queriendo arrancar de sus entrañas toda su riqueza y sus secretos. 

Una tarde en que Pilar -la joven española- salió a caminar con una doncella, vio a Mbareté y fue verlo y prendarse de su apostura. El indio también la observó con disimulo al principio, con desenfado después, y admiró su blanca piel, su negro cabello y el color de sus ojos. El encuentro fue fugaz. Tan sólo intercambiaron una mirada. Pero Mbareté la siguió con la vista hasta que la joven desapareció entre unos arbustos. El indio buscó la forma de que el jesuita le asignara tareas cerca de las casas y, en silencio, hurgaba para poder ubicar a la joven. 

Pilar, entretanto, no podía borrar de su retina la imagen del joven aborigen. No podía olvidar lo hermoso que le pareció con su torso desnudo, cubierto de gotas de sudor que le parecían chispas del sol que se le pegaban al cuerpo, al realizar su rudo trabajo. 

No pasó mucho tiempo y un día Pilar y Mbareté se encontraron. Esta vez las miradas fueron largas y profundas. Tan profundas que se adentraron en el espíritu de ambos, mutuamente. 

Mbareté pidió al sacerdote que los instruía que le enseñara el castellano. Y aprendió rápido aquellas palabras que le sirvieran para expresarle a Pilar que la amaba desde el primer día. Y buscó la forma de encontrarla y poder hablarle. Y esa oportunidad la tuvo el día en que halló a la joven rodeada de indiecitos a quienes les enseñaba catecismo. El joven se acercó y sin musitar palabra permaneció observándola hasta que los niños se fueron. Entonces, Mbareté caminó junto a ella y, ante su asombro, le habló en español para confesarle su amor. Pilar se ruborizó, se sintió confundida, quiso ocultar sus sentimientos, pero sus hermosos ojos azules y su cálida sonrisa la traicionaron y el joven pudo comprobar que era correspondido. 

Los encuentros se repitieron. Mbareté le propuso huir juntos, lejos, donde su padre no pudiera encontrarlos. Le habló de construir una choza, junto al río, para ella y allí unir sus vidas. Pilar aceptó y, cuando la choza estuvo concluida, amparándose en las sombras de una noche en que Yasy les brindó su complicidad, escapó con su amado. 

A la mañana siguiente, el caballero español buscó infructuosamente a su hija, hizo averiguaciones y alguien le comentó que la habían visto frecuentemente en compañía de Mbareté y que éste también había desaparecido. 

Furioso, el padre convenció a varios compañeros para que lo ayudaran a encontrar a la pareja y, fuertemente armados, comenzaron la búsqueda. Pasaron varios días hasta que descubrieron la choza junto al río. Sigilosamente, tomaron posiciones para observar a sus moradores. Así vieron llegar a Mbareté en su canoa, con el producto de su pesca, y vieron también salir a Pilar a recibirlo. 

El padre de la joven no resistió la visión de la escena de los amantes abrazados y salió de su escondite gritando el nombre de su hija y apuntando con su arma al indio. La joven vio el fuego del odio en los ojos de su padre y comprendió lo que cruzaba por su mente. Pilar se interpuso entre los dos hombres en el preciso instante en que la carga fue lanzada y cayó con el pecho teñido de rojo, fulminada por su padre. Al ver esto, Mbareté quedó atónito, tieso, sin atinar a defenderse. Fue entonces cuando otro disparo le dio en plena frente y el joven se desplomó sobre el cuerpo de su amada. 

El padre no se acercó siquiera a los cuerpos. Esa noche, la imagen de su hija no pudo apartarse de su mente, y con las primeras luces del alba, inició el camino hacia el lugar donde terminara ese amor que motivó que los jóvenes olvidaran sus diferencias. 
 
Cuando llegó, el español no halló restos de la tragedia y en el lugar se erguía un árbol de tronco fuerte y flores azul oscuro que se mecían suavemente con la brisa. 

El hombre comprendió que Dios había sentido misericordia de los enamorados y había convertido a Mbareté en ese árbol, y que los ojos de su hija lo miraban desde las flores del jacarandá.


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