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Crónicas de barrios: Laura Vicuña

De principio a fin, el camino es uno



El Laura Vicuña se ubica al borde del riacho El Pucú, al costado de la ruta nacional 11, justo antes del aeropuerto. Está aislado; la ruta lo separa del barrio Sagrado Corazón, y un trecho importante de monte, del Paraje Curuzú La Novia. El barrio no es grande, es más bien largo: el frente de las viviendas, de la capilla, la escuelita que antes era un comedor, los tanques de agua potable, el tendido del alumbrado, todo está dispuesto en dirección a la única calle de ingreso al barrio. Cuando llueve, sucede un caos.


Para entrar al barrio existe un solo camino, de tierra. El mismo por el cual se llega, después de un largo trayecto, a Curuzú La Novia. De un lado de la calle hay monte y del otro, el barrio con no más de 50 metros de profundidad hasta el riacho. De esta calle eje, sobre todo en los primero metros, se desprenden otras callecitas más pequeñas como ramas, apenas marcadas por los mismos pobladores. Según dirán los más antiguos, "la parte de adelante se pobló en el último tiempo, por eso pareciera estar desordenada": las calles no tienen forma, las casas tienen menos patios que "las del fondo". Hay menos espacio.
En resumidas cuentas, la tranquilidad de los vecinos del Laura Vicuña depende -por la disposición geográfica- de dos cuestiones: el estado de la calle de acceso, única, interminable, en función de si llueve o no; y por otro lado, la altura del riacho El Pucú. "Hace falta empedrar la calle", dijo una vecina, coincidiendo con tantos y sin considerar el pavimento. "Todos los políticos nos lo vienen prometiendo hace años. Seguimos igual y cada vez somos más acá", agregó.


El ambiente



Vivir entre la vegetación y el agua tiene sus ventajas, es productivo. Así lo demostró Graciela Leonardi cuando comentó que su fuente de trabajo se la dio el barrio. Graciela tiene un vivero en su casa "puramente natural", según describió, que se formó de a poco y con lo que proveía la naturaleza de su alrededor.
"Empecé haciendo trabajos de jardinería para otras personas. Junté dinero y me compré una máquina para cortar el pasto. Así trabajé durante 15 años y mis hijos, que me acompañaron, fueron aprendiendo. Como me daba pena tirar los gajitos que podaba, fui plantando en casa. Así fue naciendo el vivero", relató. Emprendió con los restos, un vivero natural con gran cantidad de especies que crecieron fuertes por la humedad del suelo. "Los plantines los armamos con la tierra que sacamos del monte. No usamos químicos para nada, no hace falta", dijo.
"Tratamos de tener de todo. Hay plantas que tengo que ni conozco el nombre. Todo nació de mi mano. Es de la familia. No viene mucha gente, porque no conoce. Por eso vendemos en las ferias. Yo voy con mi hija hasta La Nueva Formosa, caminando desde acá, y con mi carretilla".
En la casa de Graciela hay paz. El oxígeno se siente. Así es todo el barrio. "Las plantas te dan tranquilidad. Son terapéuticas. Cuando estoy medio enojada o nerviosa, camino entre las plantas y enseguida me estabilizo", expresó.
"Empecé desde que estoy acá, hace veinte años, pero esta producción tiene sólo tres. Con la última crecida perdimos todo, todas las plantas, hasta la casa. Nos fuimos a otro sector del barrio hasta que bajó el agua. Construimos la casa en una zona más alta, tuvimos que rellenar el suelo", lamentó. Empezaron de nuevo.

La gente

Los primeros vecinos llegaron a mediados del 80, asentándose en lo que hoy sería en centro del Laura Vicuña. Vistontti, Penayo, Caballero, Sánchez, González... fueron algunas de las primeras familias. "La casa de mi papá fue una de las primeras", expresó Juan Alfonso Vistontti, hijo de Juan Blas. "Donde vivía mi viejo hoy está mi hermano, yo me cambié varias veces y luego, con sacrificio, logré comprar este terreno", agregó. No se fue del barrio. Mientras habla, sentado en la galería de su casa que construyó con sus manos, se repiten escenas típicas de barrio: un chico en bicicleta le ofrece pastelitos; otro, caminando, le grita para saludarlo; y otro, un poco más de lejos, pregunta si no quiere agua. "En el barrio nos conocemos entre todos. Lindo es el barrio", aclara.
En cuanto a los servicios, dijo que está "cómodo". "Antes no había nada, ni agua, ni luz. El agua la hacíamos traer. Si no teníamos para pagar, caminábamos hasta la ruta; si no, te traían el tanque. Hace diez años más o menos que tenemos agua potable. Pero hay sectores donde no llega, por eso seguimos usando el sistema", contó.


La capilla



Juan Vistontti es albañil y uno de los ocho que construyeron la capilla Laura Vicuña, que nació como iniciativa de la parroquia Don Bosco. Así lo relata Doña Isabel Schaffino de González, una de las encargadas en la comunidad: "Yo llegué en el 94 al barrio, cuando no había tantas familias. La capilla era móvil. Las misas funcionaban en algún techito que se fue trasladando de lugar en lugar, porque nos corrían de todos lados, o en la casa de Doña Sebastiana Caballero. Con el padre Mariano Stachuk, se consiguió un fondo internacional por el cual se compró el terreno y construyó la capilla y un comedor".
La capilla hasta hoy sigue siendo un eslabón en el barrio, aunque según Isabel, cada vez es menor la participación de los vecinos en las celebraciones. Delante de ésta, hay una canchita donde se realizan todos los eventos comunitarios del barrio. Detrás, donde fue en su momento el comedor, hoy funciona una escuela. "El comedor dejó de funcionar porque no había seguridad. Se robó mercadería, garrafas... ésta fue una de las razones. Luego se hizo cargo el ministerio de la provincia, pero ahora no está más, aunque sería bueno uno", expresó.

La escuela


Todos en el barrio conocen a la seño Ramona, la maestra de la escuelita del barrio. "Lo que hay es un plurigrado. Aquí funciona por la tarde un anexo de la Escuela Nº 17 de El Pucú. Tengo ocho alumnos que cursan el Ciclo Básico, de primero, segundo y tercer grado", explicó.
Desde el 2007, Ramona Beatriz Benítez es la única maestra. A la escuela van sólo ocho niños, la mayoría del barrio, aunque ahora también se sumaron alumnitos del Lote Rural 11 y del barrio 12 de Octubre. Pero todos, inclusive los adultos, la aprecian.
"Chau, seño", le gritó una niña, desde la calle, que pasaba en la moto con su madre, mientras Ramona cerraba el portón de la escuela. "Chau", le contestó ésta, justo luego de mencionar que "se trabaja bien", pero que no se puede izar la bandera porque hace poco más de un mes, se les rompió el mástil.  


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