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Una columna de opinión de Benjamín Fernández Bogado



Desafortunadamente, en los últimos años hemos venido resaltando el lado negativo de nuestra costosa burocracia, su incompetencia primero y su soberbia después para acabar en los reiterados hechos de corrupción. Esto nos debe llevar a pensar seriamente en reformar nuestros Estados de manera que no se constituyan en la comidilla cotidiana de los hechos de corrupción y se transformen por el contrario en cuerpos que rutinariamente realizan su labor sin llamar la atención.

El gran debate de la democracia de este siglo es en torno a la calidad de gestión de nuestros mandantes y funcionarios. En ese escenario se dilucidará el futuro de este sistema político que hoy cruje peligrosamente. Estamos buscando sancionar un sistema que no se corresponde a nuestros anhelos y en ese camino lo castigamos eligiendo a Chávez en Venezuela hacia finales del siglo pasado y a Bolsonaro en Brasil hace unos pocos días. La reflexión sería: ¿por qué se suicidan las democracias? Y la respuesta es simple. Los supuestos demócratas no logran entender qué es aquello que quienes los eligieron y los sostienen con sus impuestos anhelan de ellos. La notable desproporción entre los salarios del sector público y su abierta característica parasitaria en otros casos, nos muestran que el tamaño del problema no es percibido y solo se notan sus efectos cuando se eligen a los que castigan el sistema manteniendo su formalidad electoral.

Requerimos una gran épica transformadora que desde lo público se reconcilie con la eficacia, transparencia, rendición de cuentas y responsabilidad con el servicio público. En estos días de visita a los EEUU he podido comprobar que más del 50% de los alcaldes de este país ya no son electos sino que son contratados por la junta municipal o cuerpo deliberante. Estos community managers tienen tiempo de duración y mandatos claros: deben hacer funcionar el aparato público de manera eficaz basado en rutinas de gestión que satisfagan a sus contratantes y mandantes indirectos. El modelo no deja de ser interesante porque apunta a la escasa eficacia de partidos políticos en realizar la tarea de convertirse en correas de transmisión de los deseos de sus votantes y las acciones concretas que se necesitan. 

Nadie sin embargo se anima a ponerle el cascabel al gato llamado Estado, porque así como está les es muy funcional a todos los que medran de él y lo convierten de manera reiterada en un símbolo del fracaso de la democracia. Esta debilidad permea aún más los efectos de la corrupción, aumenta el tamaño del poder corporativo privado y sume en un gran descontento a la población en torno a lo que en realidad importa en la acción democrática.

Es tiempo de volver a mecanismos de selección más rigurosos, seguimiento de gestión más eficientes y una actitud del mandante, más sólida que haga que la rutinaria gestión de los mandantes o electos no sea noticia por su reiterada corrupción sino por la imperceptible calidad de su gestión.


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