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El ocaso de los ídolos

"Cuando finalmente muera Charly, las nuevas generaciones podrán tener ídolos más correctos. Ahí habrá comenzado el siglo XXI". (Leticia Ressia)



Churchill, Enrique VIII, Shakespeare, Bowie, The Beatles y la Reina Isabel II... “Maradona, recorriendo toda la historia de Inglaterra para marcar su segundo gol”. (David Squires, para “The Guardian”)



Por Washington

El siglo XX agoniza. Es un hecho. Sus postrimerías están a la vista. Se nos muere en los brazos. El paso del tiempo -es evidente- no lo determina el calendario, sino los sucesos que lo hacen tambalear en sus bases, que ponen en jaque los dogmas, las tradiciones, las convicciones más profundas y arraigadas de los pueblos.

Los ídolos populares no rinden examen para serlo, no necesitan dar razones para desatar multitudes. Laten en la convulsión jadeante de la expresión colectiva más genuina, más caótica, más deliberada, y a menudo emergen como fenómeno social y cultural que despierta extrañeza, fascinación y una turbulencia indecible de sensaciones.

Es de ese desconcierto que se tejieron los últimos días, de un amasijo viscoso que alguna vez tomó a un hombre común nacido de las entrañas del pobrerío y lo erigió en una especie de dios pagano al que se le otorgaron milagros inenarrables. Así, con todas sus miserias: la vehemencia, el machismo, el capricho, la ingenuidad y hasta la virulencia al saberse en su costado más humano, su condición de simple mortal al fin de cuentas.

A su muerte le siguieron un sinfín de manifestaciones de las que todos querían ser parte, cualesquiera fueran. No importaba ya qué decir sino el hecho de no quedarse al margen de este suceso tan resonante, al margen de ese singular fervor popular que desnudó por completo las contradicciones más profundas del entramado social: los sectores más conservadores le sucumbieron y el fútbol ya no parecía ser esa mera estupidez de la que hablaba Borges; los feminismos se reagruparon en posiciones diversas; el folklore futbolístico del “nosotros/los otros” se diluyó en la congoja; los anticuarentena ahora reclamaban distanciamiento social; los paladines de la moral lustraban sus ideas detractoras y se mofaban del consumo problemático y de una vida llena de excesos… Todo parecía ser revolcado en una ciénaga de debates internos, odios, tribulaciones y el agradecimiento infinito de un pueblo rememorando glorias de un pasado remoto que no volvió a repetirse, de un grito encadenado que había liberado entonces los años oscuros de una dictadura criminal, del sinsentido de una guerra.

A estas alturas ya el fútbol era lo que menos contaba porque -aseguran- lo había trascendido: su compromiso con las clases populares, su vínculo con Madres y Abuelas, su irreverencia permanente, su crítica a los poderosos, a las políticas neoliberales, al Vaticano, a la FIFA… Es que tal vez se le ha pedido demasiado a un mortal que sólo jugaba a ser dios por un rato.

Nada hay más genuino que un pueblo llorando a sus ídolos, desde la orfandad más honda. De nada sirve patrullar su duelo ni resistir sus emociones; tampoco hay derecho de fiscalizar su dolor. Los dioses rigen los mitos, es cierto, pero los construyen los hombres ante la certeza de saberlos tan errantes e irremediablemente humanos. Lo demás correrá por cuenta de historiadores al revisar estos años. Pero más adelante, ya en el siglo XXI, ese que todavía no comienza.



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