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“BJÖRK ORKESTRAL”, EN EL “PRIMAVERA SOUND BUENOS AIRES” 2022

Tratado de divinidad escandinava



Ph: Joana Belén Reyes



* Por Héctor Washington

La primera edición del “Primavera Sound Buenos Aires” inició con una grilla de artistas que tuvo como uno de sus mayores momentos la presentación de la multifacética Björk en la noche del miércoles, luego de una tarde en la que la argentina Feli Colina, la chilena Javiera Mena y la mexicana Julieta Venegas brillaron con sus propuestas para una concurrencia masiva.

Ya entrada la noche y luego de un break prolongado durante el cual se comenzaron a desarmar equipos de grúa y a apagar las cámaras frontales que podían entorpecer la presentación de la islandesa, el público comenzó a inquietarse por la gran expectativa que embargaba a las cerca de 50.000 personas que se congregaron esa noche en el predio de Costanera Sur.

La espera se prolongaría unos minutos más hasta que hizo su entrada la Orquesta Estable del Teatro Colón -junto a su director, el maestro Bjarni Frímann Bjarnasonentre-, entre aplausos y vitoreos, conjunto de músicos de primer nivel que acompañaría a la artista en la que sería su cuarta visita al país, esta vez en clave sinfónica de la mano de su arriesgada puesta “Björk - Orkestral”, en el marco de un festival masivo a cielo abierto.

Hasta que acabó la cuenta regresiva y, como un rayo incandescente que parte la Tierra, Björk emergió sobre el escenario como una divinidad nórdica que llega en busca de rituales reparadores, porque -en rigor- todo el concierto funcionó en ese mood celebratorio, esta vez sin máquinas, beats ni programaciones, donde la orquesta de cuerdas haría las veces de telón de fondo de su presencia vocal siempre portentosa.

Con una suerte de cornamenta de un dorado refulgente que daba cuenta de su linaje vikingo, su vestido de hongo psicodélico -leitmotiv que nos introduce a “Fossora”, su último disco de estudio- confeccionado a medida en los talleres de Alexander McQueen, presentaba una falda drapeada asimétrica y un bordado de micelio de cristal multicolor, en rojo, verde y amarillo.

“Stonemilker” (“Vulnicura” - 2015) abrió el setlist, como acostumbra en esta gira, en esa “yuxtaposición del destino encontrando nuestra coordinación mutua”. Su voz se deshizo entre unas cuerdas tristemente rasgadas, pidiendo por respeto emocional desde el disco que anticipa como ningún otro la catástrofe de una ruptura: “¿Quién tiene el pecho abierto y quién es el que ha coagulado?”, inquiere desde la mayor orfandad. Sincronizar sentimientos nunca había sido tan fácil como esta noche en que todo el dolor del mundo descansa en un cuarteto de cuerdas al intentar ordeñar una roca, cuando del otro lado se pretende no atravesar el abismo del silencio.

“Aurora” (“Vespertine” - 2001) trajo los gélidos vientos, quebrando la punta de un glaciar con un susurro y una cuerda en pizzicato. En este canto de adoración a la naturaleza, la misión es derretirse en el interior de la aurora y derramarse al firmamento. Era la hora en que había estallado el sol para nosotros.

Como una muestra cabal del arte del cuidado, “Come to me” (“Debut” - 1993) nos transportó a aquella voz aniñada de los primeros noventa, como una ofrenda sutil y sensual, casi dictada al oído desde los agudos que van in crescendo en el estribillo. Un edificio en llamas, un salto al vacío y el refugio de quien es capturado allí abajo. El arte de amar y de cuidar ahora resuenan al mismo registro.

Las declaraciones de soledad podían olerse en “Lionsong” (“Vulnicura” - 2015), con la duda eterna acerca del otro, que siempre es un abismo, “un combatiente de Vietnam que vuelve a casa”, que puede o no salir de todo esto amando. Lo que alguna vez fue sencillo ahora es un manojo abstracto de emociones en ella, un traje de neoprene estrechado al cuerpo, rodeada de espinos amarillos y azules en el rostro, mientras una aurora rosa emerge de las pantallas inertes.

Con la claridad de una diminuta chispa en medio de la oscuridad, la desolación llegó con “I've seen it all” (“Selmasongs” - 2000) al ser arrojados de las vías de un tren en movimiento, como un traqueteo desconsolado que nos va ganando el pecho. Imposible no viajar al mundo entrevisto de Selma que se va borroneando con cada golpeteo del andén, con cada lamento ronco del reverendo Thom Yorke. Ya no hay otra maravilla en este mundo para ver.

La caída libre llegaría con la única muestra de “Fossora” (2022). “Freefall” operó como una mecedora emocional que halla movimiento dentro de una membrana tejida con pericia por Björk. Aun a riesgo de la herida, ocurre la explosión astronómica y un sistema solar renaciente pide por luz; la rogativa divina se concede: una luna llena, apenas salida de un eclipse, se eleva en el firmamento como un globo incandescente en forma de cometa.

Hasta que “Hunter” anuncia que la hora de la caza había llegado. “Homogenic” (1997) haría su entrada triunfal con ese mágico bolero sinfónico, mientras el público coreaba sin cesar los arreglos. Björk camina a través del escenario buscando a su presa, como una fiera salvaje digital que alguna vez organizó su libertad como una diosa escandinava.

“You’ve been flirting again” le daría paso a la era “Post” (1995), en una regresión acelerada hacia aquella niña intimista que habla en tercera persona, que pide algo de espacio y tiempo para hacerse entender, cuando apenas si susurraba el amor en su segundo disco solista.

Endogámica y dispuesta, “Post” (1995) continuaría con “Isobel”, su alter ego implacable enfrentándose a un mundo inhóspito y despiadado, mientras el público no cesaba de tararear su estribillo.

En la misma línea visual de Michel Gondry, “Jòga” (“Homogenic” - 1997) resquebrajaría los glaciares de cualquier incauto y desataría un estado de emergencia. Ante la ausencia de “Bachelorette” y “Unravel”, fue la piedra mejor pulida de aquel disco, extraída de las entrañas mismas de la Tierra, entre la lava ardiente subterránea y la superficie congelada de su Islandia siempre en añoranza. Paisajes emocionales se extendían por todo el predio; las placas tectónicas podían oírse crujir detrás de esos parajes. Era donde queríamos estar, porque cada nervio lastimado podría curar con estos acordes.

Despojada por completo de todo artilugio electrónico, “Quicksand” traería de regreso a “Vulnicura” (2015), como prueba irrefutable de hacer buenas canciones con las astillas del dolor bajo la piel. Rota y completa, completa y rota entre las arenas movedizas del reparo, un lago negro se abría paso entre la gente, una nube donde habitar, casi como una ley sagrada de declaración de sororidad a través de las generaciones.

La oscura “Notget” (“Vulnicura” - 2015) llegaría también para decirnos que ningún amor nos salva de la muerte, salvo el que brindamos desde la honestidad. La furia de la orquesta rasgando las cuerdas se elevaría como un mantra sagrado el resto de la noche, en un loop infatigable. El dolor descansaba ahora en un relicario sobre sus manos como única posibilidad de sanación: “El amor mantendrá nuestros corazones a salvo de la muerte”, declararía.

El mapa de Reykjavik volvería a bordear la noche con “Hyperballad”, declarado ya un himno de “Post” (1995) que demostró por qué funciona en cualquier adaptación: como apuesta puramente sinfónica, con vientos, con la intensidad de una ambientación rave... que siempre nos transporta a la cima de la montaña. Arrojar objetos de un acantilado como arrojarse a esta melodía y dejar desplomar el corazón hacia las rocas. Es todo lo que ocurre durante el día antes que el otro despierte y sabernos a salvo.

Para nuestra sorpresa, el único bis del show fue “Pluto” (“Homogenic” - 1997). Björk regresaría para agradecer el encuentro con el público argentino y pedir su complicidad para cantar el “Cumpleaños Feliz” a su director musical, Bergur Thorisson, uno de sus colaboradores más cercanos, y finalmente presentar a la orquesta de lujo que la acompañó esa noche.

Conservando siempre su naturaleza ritual, “Pluto” nos hizo estallar el cuerpo como un planeta remoto, en intensidad creciente con cada cuerda rasgada, cada grito sofocado y el gemido final de corolario en su onda expansiva incontrolable.

“Medúlla” (2004), “Volta” (2007), “Biophilia” (2011) y “Utopia” (2017) fueron los grandes ausentes de la noche, discos que abonan también la condición siempre rupturista y experimental de una artista inclasificable a través del tiempo, que editó su primer disco a los 11 años, supo pasearse por el punk, pasó por el pop, la electrónica, el avant-garde, el trip hop, el jazz y la música orquestal, industrial y alternativa con total soltura, que puede musicalizar un poema de Tyutchev, explorar los cantos tribales de su Islandia natal, encarnar personajes memorables en el cine y crear música con la electricidad de una bobina de Tesla, con el mismo compromiso con que asume la causa feminista, la problemática ambiental y la puja independentista alrededor del mundo.

Singular e intimidante, Björk Guðmundsdóttir reivindica sus ancestros a través de la música en cada introspección sonora y suele transmutar a menudo en mujer guerrera en ese viaje, en hechicera implacable, en divinidad escandinava sin reparos.



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